31.3.04

Y te fue dictado lo que deberías hacer. Tus ojos se inundaron de incontables lágrimas, que no serían suficientes para acallarar tu corazón. De ahora en adelante serías el maldito, te convertiste en el símbolo de la traíción. Imploraste a tu nuevo Dios por misericordia. Le rogaste que no pidiera de ti tal cosa. ¿Cómo tú debías llevar a cabo la tarea? Tú, quien más fiel habías sido. Tú, quien no se atrevería a negarlo. Tú, el más incondisional de los doce. Pero además de todo debías aceptar la paga. Sellar el pacto humano de la desgracia. Tú, serías el artífice del destino. Te descubriste presa de la mano que todo lo maneja. Intentaste negar la tarea. Tu mente se desfiguró tratando de entender el designio y él, el hijo, lo sabía. te lo dijo la noche antes con todas las letras. Un dolor insoportable acudía a tu cuerpo. Miles de alfileres y dientes puntillosos se encajaban en cada parte de tu memoria. Cómo serías capaz de decir la mentira que lo mandaría a la muerte. En quien habías puesto tu fe, te pedía la negaras. Pero no te quedo nada más que aceptar la decisión. Con paso tambaleante te dirigiste hacia la casa de los notables, pediste hablar con el jefe del consejo y pusiste precio a la traición. Cuando te encontrabas fuera, miles de ángeles, bestias divinas, comenzaron a rodearte. Sabias que venían a llevarte ante tu Dios para sentarte a su lado y esperar a tu maestro. Corriste lo más veloz que te fue posible, no miraste atrás. Saliste de la ciudad. No sabías que hacer. Tu grandiosa fe, tu fe que podía hacer cualquier cosa, tu fe tan confiadamente entregada se había perdido, se enciontraba rota. Los ángeles seguían tus pasos. Aclamaban tu nombre y hacían alabanzas de tu entereza. Sabías que habías hecho lo que debías hacer, pero el remordimiento y la culpa te llenaban los oídos. corriste hasta el árbol. Cogiste la soga y dejaste caer tu cuerpo. Un torbellino de fuego te cubrió. No ansiabas las llamas, pero no podías ver a la cara otra vez a tu Dios y volver a perder la fe. Allí entre demonios, podías al menos creer que en un lado opuesto existían Él y tu maestro.

30.3.04

Y en tu cabeza escuchabas ambas voces en igual potencia. Él, tu padre, te decía que así debían de ser las cosas. La otra te decía que podría haber sido de otra manera. eran casi la misma voz. A tus pies podías ver a las dos mujeres, una tu madre; la otra, quien hubiera sido algo más que tu seguidora, si realmente hubieras podido decirle lo que sentías por ella. en tu mente se debaten el deber y el deseo. Hubieras querido sentir sus generosos senos en tus manos, el sabor de su piel, el sabor de la saliva de su boca, hubieras querido hacerle el amor, tener tu sexo en su sexo. Quisieras gritarle que es una farsa, que la quieres, que la deseas. Quieres pedirle a tu madre que los detenga. Deseas tener el poder para decir basta. Entonces, en ese momento las voces en tu cabeza se callan. El silencio te aprisiona. En tu mente queda grabado el rostro de quien deseabas como amante.
Desde que te fue anunciado su nacimiento supiste que sería una etapa ardua de la vida. Desde que era pequeño trataste de ser una guía para él. De acuerdo a lo que te fue revelado, crees haber hecho el trabajo como lo esperaban. Pero dónde queda lo que tú querías hacer con tu hijo. Dónde queda el amor que querías darle, dónde queda todo lo que se supone ser madre de un hijo. Cuando estaba ya en manos de ellos tu fe se tambaleó y por un momento pensaste en hacer algo para impedir el destino. Te preguntabas por cuánto tiempo más iba a permitir el dolor, por cuánto tiempo más permitiría que siguieran, cuánto más había que pagar por ellos. Alguien te entregó un lienzo y cuando se fueron y lo llevaron ante el gobernador recogiste lo único que te quedaba de él: su sangre, lo último que podía llegar a pertenecerte como madre. Subieron las pendiente, lo más pronto que podías con el peso de tus años a cuesta. En trayecto te acercaste a él como último instinto para asegurar su bienestar, pero estaba más allá de tí: "aquí estoy hijo", dijiste. Y él siguió su camino. Mientras te arrodillaste frente a él, mientras lo preparaban, tus manos se enterraron entre los carrizos y los puños se cerraron en tu impotencia. Los pedruscos sacaron la sangre de tus palamas. Buscaste algo de la parte que te tocaba, pero todo él era para otros. Viste como amoldaban su cuerpo por la fuerza para hacer la señal santa. Después cuando el tiempo pasó y la tormenta hizo su presencia lo bajaron y te acercaste a él. Te despediste de tu hijo, tu tarea había sido cumplida de acuerdo a lo estipulado. Pero el vacío quién lo llenaría, quién pagaría deuda tan grande. Quién te devolvería lo que podrías haber sido.
Mientras mirabas como era martirizado, recordaste el día en que lo conociste. Te habían descubierto en el lecho de otro hombre. Junto a alguien que no era tu esposo legítimo. Buscaste refugio en las calles desiertas, pero la muchedumbre te busco hasta el cansancio. Los pedruscos se estrellaban en tus sienes, en tu rostro, en el vientre, en los senos y las pantorrillas. La luz de la mañana fue bloqueada por una figura que emitió unas palabras y dibujó un símbolo en la tierra. Las pedradas se detuvieron y la gente se dispersó. Levantaste la vista y miraste el rostro más hermoso que jamás habías visto. La imagen de tus mútiples amantes se desdibujó de tu recuerdo y sólo permaneció la suya. Ese día, mientras lo azotaban, ansiabas tocar su piel. Estirar tu mano y poder recordar la suavidad de aquellos muslos, como se sentían las palmas de su mano en tus mejillas. Las lágrimas recorrían tu rostro, cada recuerdo verdadero y cada falacia volvían a tu mente y el dolor de la memoria atenazaba tu garganta y ninguna palabra salía de ella. Mirabas en una especie de trance como golpeaban su cuerpo. Llorabas por no haberlo conocido antes, por no haberlo enamorado, por no haberlo apartado de aquel camino, por no haber podido probar su sexo, por no poder haber tendio su falo en tu boca, por no haber podido tocar más allá de sus muslos, por no haber podido yacer con él, por no haberlo conocido, por no haber podido conocer su lengua danzando en la tuya. Lloraste por lo que pensabas, por no haber podido reprimir aquellos sentimientos, por no haber podido hacer nada, por no haber podido decir la verdad a los cuatro vientos, por no tener un hijo suyo en tu vientre, por no poder decirle cuánto lo amabas, por ver cómo su cuerpo se vaciaba de su sangre, llorabas por no poder beber su sangre y comerte su cuerpo allí mismo.
Y mientras lo mirabas a él, tu sangre no dejaba de llegar a tus sienes. Lo odiabas más por lo que significaba su presencia que por estar en desacuerdo con su enseñanza. Desde pequeño te habían enseñado que Él estaba en las alturas, que Él era el Dios de los ejércitos, el que demolería a tus enemigos, el que no daría paz a los que perjuriaron en contra de tí y tu pueblo. tú eres el centro del mundo. El principal del consejo. En tu corazón sabías que había verdad dentro de sus palabras, dentro de tí, sabías que el mundo estaba cambiando. Las realidades ya no se correspondían. Cada vez que escuchabas el silbido del cuero cruzando el aire, tu espíritu se contraía y tus ojos buscaban el amparo de los tuyos, pero junto a tí solamente encontraste ojos inyectados de ira. Los otros como tú, los representantes de tu pueblo estaban allí ansiando la destrucción del condenado. Tu piel se hacía cada vez más pálida. En tu mente escuchabas la misma voz que sabías él escuchaba. Pero cómo dejar atrás las enseñanzas de tu vida, de tu pueblo, de tus raíces. Cómo hacer para dejar de lado la costumbre, cómo dejar las doctrinas que habían salvado a tu pueblo por tanto tiempo. Te sabías de una civilización pujante, un pueblo en vías de expandir sus territorio por medio de los subterfugios de la fe. Y ese día mientras él era clavado, tuviste la certeza de que estabas equivocado. Regresaste al templo y pusiste tus manos en el pebetero hasta dejarlas supurantes y marcadas para no olvidar tu error. Y así emprendiste el camino de tu pueblo, el de tu Dios.

29.3.04

Escuchas el despertador a las seis menos cuarto. Estiras tu brazo y dejas que repose apenas un segundo sobre la mesilla de noche. Con los dedos estirados alcanzas el snooze y lo oprimes, más por la fuerza de la gravedad ejecida en tu carne que por voluntad propia. Puedes sentir la vibración de las ventanas al paso del avión rumbo al aeropuerto. Finjes no poder pararte, pero nunca has sido una buena actriz. Te pones de pie y enfilas al sanitario. Lavas tu cara. Miras el rostro que te devuelve el espejo. Tratas de hacerte una mueca divertida para animarte la mañana. Tomas el cepillo de dientes, colocas pasta sobre las cerdas y lo introduces en tu boca. sientes el frescor subiendo por las paredes de tu boca, llega a tu campánula y asciende hacia tu nariz. El picor te despierta un poco más. Escupes la espuma y limpias tu rostro en la toalla percudida. Regresas a tu habitación, tomas una remera y te la pones. Sientes tus pechos un poco apretados. Ahora, tomas un pantalón de mezclilla a tonos rosas y naranjas. Vuelves al baño y pones agua a tu pelo. Lo dejas despeinado. En ese momento vuelve a prenderse el radio y escuchas las noticias, un poco de tráfico. Decides usar el tren para evitar retrasos. Tomas tu bolso y sales de casa. Olvidas tus llaves, pero no te preocupas, de regreso llamarás al cerrajero o pasarás a casa de tu madre de camino de vuelta. Caminas hacia la estación y esperas junto a miles de personas el tren que te llevará a tu destino. Estás a punto de arrepentirte de tu decisión, pero el tren llega con tan sólo un retraso de minutos. Abordas el tren entre empujones. Entre todos los roces, te llama la atención una piel suave. Haces tu cabeza a un lado y alcanzas a mirar el rostro cetrino de un muchacho joven, casi de tu misma edad, 22 años. Las puertas se cierran y quedas un lado suyo. Lleva una mochila voluminosa y, al igual que tú, está sudando por el calor del tren y la gente que lo habita. Entre forcejeos logra quitarse la mochila, tú aprovehcas y te acercas un poco más a él, so pretexto de que te empujaron. Sus cuerpos quedan pegados. El no aparta la mirada de la puerta de salida. El tren hace un alto brusco y todos exclaman su enojo. Tu debes llegar a la estación de enlace, pero antes deben pasar por otra estación. Esperas que se despeje un poco el cupo del vagón. Llegan a la estación intermedia y muchos se bajan. Entre los empujones no te percatas de que el muchacho ya no está. Te das cuenta de que se ha bajado. Miras al suelo y ves la mochila del joven. Algo en tu interior te descubre una angustia. Miras tu reloj: 7:27 a.m. Escuchas un móvil. nadie contesta. sigue sonando. Tu mirada baja hasta donde se encuentra la mochila. Algo te angustia, no sabes qué es. 7:28 a.m. Otro timbrazo. 7:29 a.m. Recuerdas la estación de radio que te despertó por la mañana, la sensación de la mesilla de noche en tu brazó, la fuerza de gravedad actuando sobre tus dedos, el sabor del dentrífico, tus senos un poco apretados por la ropa, el agua sobre tu cara, el agua en tu cabello despeinado, nuevamente el radio despertando del snooze, las llaves olvidadas, el cerrajero, el apartamento de tu madre a la vuelta del trabajo, la piel cetrina, la mirada perdida del muchacho, el sonido del móvil. Debías estar en tu trabajo, en Madrid, a las ocho menos cuarto...