30.3.04

Mientras mirabas como era martirizado, recordaste el día en que lo conociste. Te habían descubierto en el lecho de otro hombre. Junto a alguien que no era tu esposo legítimo. Buscaste refugio en las calles desiertas, pero la muchedumbre te busco hasta el cansancio. Los pedruscos se estrellaban en tus sienes, en tu rostro, en el vientre, en los senos y las pantorrillas. La luz de la mañana fue bloqueada por una figura que emitió unas palabras y dibujó un símbolo en la tierra. Las pedradas se detuvieron y la gente se dispersó. Levantaste la vista y miraste el rostro más hermoso que jamás habías visto. La imagen de tus mútiples amantes se desdibujó de tu recuerdo y sólo permaneció la suya. Ese día, mientras lo azotaban, ansiabas tocar su piel. Estirar tu mano y poder recordar la suavidad de aquellos muslos, como se sentían las palmas de su mano en tus mejillas. Las lágrimas recorrían tu rostro, cada recuerdo verdadero y cada falacia volvían a tu mente y el dolor de la memoria atenazaba tu garganta y ninguna palabra salía de ella. Mirabas en una especie de trance como golpeaban su cuerpo. Llorabas por no haberlo conocido antes, por no haberlo enamorado, por no haberlo apartado de aquel camino, por no haber podido probar su sexo, por no poder haber tendio su falo en tu boca, por no haber podido tocar más allá de sus muslos, por no haber podido yacer con él, por no haberlo conocido, por no haber podido conocer su lengua danzando en la tuya. Lloraste por lo que pensabas, por no haber podido reprimir aquellos sentimientos, por no haber podido hacer nada, por no haber podido decir la verdad a los cuatro vientos, por no tener un hijo suyo en tu vientre, por no poder decirle cuánto lo amabas, por ver cómo su cuerpo se vaciaba de su sangre, llorabas por no poder beber su sangre y comerte su cuerpo allí mismo.

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