30.3.04

Y mientras lo mirabas a él, tu sangre no dejaba de llegar a tus sienes. Lo odiabas más por lo que significaba su presencia que por estar en desacuerdo con su enseñanza. Desde pequeño te habían enseñado que Él estaba en las alturas, que Él era el Dios de los ejércitos, el que demolería a tus enemigos, el que no daría paz a los que perjuriaron en contra de tí y tu pueblo. tú eres el centro del mundo. El principal del consejo. En tu corazón sabías que había verdad dentro de sus palabras, dentro de tí, sabías que el mundo estaba cambiando. Las realidades ya no se correspondían. Cada vez que escuchabas el silbido del cuero cruzando el aire, tu espíritu se contraía y tus ojos buscaban el amparo de los tuyos, pero junto a tí solamente encontraste ojos inyectados de ira. Los otros como tú, los representantes de tu pueblo estaban allí ansiando la destrucción del condenado. Tu piel se hacía cada vez más pálida. En tu mente escuchabas la misma voz que sabías él escuchaba. Pero cómo dejar atrás las enseñanzas de tu vida, de tu pueblo, de tus raíces. Cómo hacer para dejar de lado la costumbre, cómo dejar las doctrinas que habían salvado a tu pueblo por tanto tiempo. Te sabías de una civilización pujante, un pueblo en vías de expandir sus territorio por medio de los subterfugios de la fe. Y ese día mientras él era clavado, tuviste la certeza de que estabas equivocado. Regresaste al templo y pusiste tus manos en el pebetero hasta dejarlas supurantes y marcadas para no olvidar tu error. Y así emprendiste el camino de tu pueblo, el de tu Dios.

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