5.7.04

Cabeza de paja III

Hubo un momento crucial para él. Un momento contundentemente doloroso en el que se marcó el antes y el después. Regresaba, luego de mucho, a la casa de su infancia. En ella encontró a su padre. Ahora, a la distancia del tiempo, podía verlo de manera diferente. El lado difinido estaba cansado, con las arrugas en el rostro y la mirada cansina. El otro lado, el que lograba ver con su mirada desigual, era aquella masa amorfa tan acostumbrada, sin embargo emanaba una tranquilidad que le permitió resisitir más tiempo la imagen.
Antes de llegar hasta aquel pueblo, había estado en el velorio de su amigo. No hubiera querido mirar el cuerpo, no. Prefería respetar el reposo del alguna vez guerrero, recordando su lado definido. Pero justo antes de que la tierra lo engullera, la caja se abrió y desde allí, desde lejos, lo miró. Fue una impresión terrible, ver la cara apacible y a su lado, justo partiendo la mitad de aquel rostro inerte, el amorfo, pero no como lo viera otras veces. Eran imágenes sobrepuestas, primero era un contorno gris que pasaba al ambar y después al ocre, cambiaba de pronto a la cara más triste y luego se convertía en centenares de bocas con diminutos colmillos afilados que se comían entre sí, lanzando dentelladas fulgurantes. Al final sólo quedaba el rostro desfigurado de su amigo y del otro lado el rostro apacible.
En casa de su padre estaba de visita su tía "La Negra", una mujer diminuta que con los años iba encorvándose más todavía. Su lado desigual era, extrañamente, uno sonriente.
Esa mañana, justo antes del viaje de regreso a su cotidianidad, estaba desayunando con su padre. Su tía "La Negra" estaba a punto servirles café en sendas tazas de vidrio refractario. Colocó la cuchara en el interior de los recipientes para evitar que se quebraran con el cambio abrupto de temperaturas y dejó caer el líquido oscuro. El olor se extendió por toda la cocina. Él no acostumbrara tomar café por las mañana, había visto que era uan costumbre de su padre, de los grandes. En ese momento, con el líquido cayendo a pique dentro de la taza, el vapor elevándose y haciendo par con los lados amorfos de los presentes, supo que nada, absolutamente nada a partir de eso momento, a partir de que el líquido dejara de caer, a partir de que la última gota hiciera que la superficie ondulara por última vez, a partir de ese justo momento en que tuviera que decidir si ponerle o no azúcar a la bebida. En ese instante último en que el olor dejara de ser algo nuevo para convertirse en un olor más dentro de la cocina y se disipara entre los demás aromas de la mañana. Entonces, y no después de que los labios tocaran el borde caliente de la taza, no después de que la lengua degustara lo amargo del café, no después de que el líquido llegara a la garganta y el sabor fuera simples señales enviadas al cerebro, no después, sino entonces, en el momento justo entre ese antes y después; supo que no podría volver a ser el mismo. Supo que algo había entrado en él y había congelado una parte de sí, supo que la infancia se le había quedado atrás y que entraba al mundo de los que toman cafés por las mañanas a pesar... sí... a pesar de que los seguía viendo como algo partido e incompleto.