24.8.04

Cabeza de paja IV ?Soledad I?

Es difícil sobrellevar la soledad cuando no se ha llamado. Cuando entra por una ventana y se escurre entre la cómoda. Ahí espera a que descanse la mente y se introduce hasta la médula, hasta el alma. Al despertar te encuentras solo. Se escuchan voces y se ven las siluetas de lo que siempre ha estado allí, pero ahora se ven a través de un filtro, lejanas, apagadas. Entonces te das cuenta de que siempre has estado en ese estado, que no tiene caso buscar más allá de ti. Que todo está encerrado en sí mismo y se niega la posibilidad de comunicarse con el exterior. No tiene caso tratar de asirse, no vale la pena detener la caída.
Luego llega la sensación, la certeza de la soledad en uno mismo. El sentimiento se ahonda en el pecho. Las venas se quedan huevas, las extremidades se vacían. Queda, al fina, nada más que el reducto de la mente, de los pensamientos y nos damos cuenta de que estamos solos, solo dentro de nosotros mismos. Estamos de visita en una casa vieja, maltrecha, que alguna vez fue un cuerpo. Estamos en el rincón más oscuro rumiando recuerdos de una época irreconocible. Nos adentramos más y el exterior va quedando alejado, como un simple reflejo difuso, una luz tenue, muy tenue, a través de un cristal magníficamente opaco.
La soledad a pesar de sus inconvenientes presenta una ventaja, o la disfraza como tal. El estar vacío es confortable, no ha problemas, no hay recuerdos, no hay dolor. No hay memoria, no hay odios, ni ira. En verdad no hay nada. Ni siquiera ilusiones o visiones a futuro. No hay necesidades. La soledad se disfraza, se vista de abstinencia, de ascetismo. Logra confundir haciéndose pasar por experiencia religiosa. Te obliga a separarte del mundo, de las creencias, de la alegría, pero no te lleva a ningún lugar. No te lleva a paraísos o elevados estados de conciencia.
La soledad va secando los deseos. Va deshaciendo la voluntad, hasta que solamente queda el vacío de la mente. Hecha raíces profundas y no es fácil deshacerse de ella. Es una mal hierba que si no se saca de raíz, no vale la pena seguir cortándola. De vez en cuando sale algo de nosotros. Un náufrago se asoma por las profundidades y con la nariz al descubierto trata de respirar aire fresco. En esos instantes mínimos, una vez que a soledad se asienta, crece un ansia por recuperar lo perdido. Una necesidad de volver a tener identidad. Es un aviso de supervivencia.
Es traicionera, sobretodo cuando intentamos sacudirla, quitarla. Se aferra a las venas y a los sentimientos. Pensamos que la culpa no ha sido completamente nuestra. Nos proyectamos al exterior a la caza de culpables. Ahí hay cientos, miles de causantes. Personas, situaciones, motivos. Todos están en nuestra contra. No fue nuestra culpa aislarnos, lo hicimos para protegernos de un mundo que nos busca incansablemente para hacernos daño, para eliminarnos. Nos caza para que formemos parte de un rebaño que hace las cosas sin hacer preguntas. Entonces nacen los odios, con ése o aquél. Contra todos. Son los causantes de que hayamos perdido tanto. La soledad tiene sus medios de autodefensa, de auto conservación. Al darnos cuenta de los peligros del exterior volvemos al ostracismo, a nuestros simples pensamientos.
Con el tiempo la soledad se vuelve aburrida y dan ganas de sacarla de nosotros. Entonces comienza a inventar historias, un pasado melancólico. Nuevos traumas de la infancia. Así nos vuelve a atar a la oscuridad. Empañamos más el vidrio que nos encierra. No queremos ver fuera de él. El mundo ya nos ha hecho demasiado daño. Decidimos desligarnos de los sentimientos y volvernos al estado larvario de la nada. Nada tengo, nada siento, nada soy.
Aceptar que la vida es dolor, para evitar el dolor olvidar la materia, dejarlo todo y separarse del sufrimientos. Eso hace la soledad, pero con el tiempo ya no puede ocultar sus verdaderas pasiones, las soledad te aparta tanto sin estar consciente de ellos que acabas dándote cuenta muy tarde. Todo se invade de golpe de un sentimiento de vacío. Un vacío dolorosamente palpable. Nos damos cuenta de que hemos sido allanados. Nos dejaron vacíos, sin nada, apartados del mundo, a millones de años de distancia. No somos nada y ya no podremos serlo. Hemos perdido la oportunidad de hacer una vida, o de hacer lo que planeamos alguna vez ser. La soledad se ha alimentado de todas las ilusiones, de todos los motivos y las razones. No deja nada de qué asirse, con que lograr salir a flote, entonces volvemos a caer en su trampa. Ya no nos queda nada en el exterior, no nos queda nada dentro, solo está la soledad.
Y volvemos a caer en nosotros mismos, emprendemos un trabajo de arqueología para tratar de recuperarnos. Tenemos que decidir que nos pertenece, que fue inventado, que es lo que queremos de regreso. Decidirnos completamente. Volver a nacer escogiendo que queremos ser. LA soledad mientras tanto se esconde, se inventa la ceguera. Deja de actuar un tiempo. Está a la espera, acechando. Pero los muertos no regresan, los momentos muertos, los recuerdos muertos, las historias muertas, las vivencias muertas no regresan.
Tiene mecanismos para quedarse. Tiene una fortaleza inquebrantable. Con el paso de los años no queda nada y solo nos dedicamos a hacer las cosas que tenían que ser hechas. Ir cayendo al remolino de la rutina. Vaciar el alma, la mente. La rutina que con el tiempo explota en la cara y es un aviso para escapar. Pero con la soledad en la médula, la rutina queda lejos, irremediablemente distante y su explosión no provoca mas que un leve, levísimo resplandor en el cristal. Inmediatamente después, intuyendo el caos del desastre, agradecemos que la soledad nos proteja. Al final no queda nada sólo la soledad más pura.