30.1.05

Cabeza de Paja

El Elegido estaba sentado en plena meditación, dentro de la caverna. El ruido de las olas llegaba a sus oídos y le servía de conductor, para alcanzar la serenidad de mente y cuerpo. Detrás de él, Hun Yan hacía guardia. Sentado en posición de loto, oculto entre las sombras, su estado el de viglia. Como gato listo para saltar en cuanto se presentara algún problema. En la mano derecha su espada y en la izquierda el frasco que contenía el poderoso hechizo que los har{ia saltar de tiempo y espacio.

El Elegido alcanzó un estado de concentración tal que se aventuró a sondear el pensamiento de los Gemelos. Siguió la guía de luz que se entrelazaba con la red de pensamiento, en el limbo del espacio y el tiempo. Mientras seguía el débil latido de los Gemelos, alcanzó a percibir a sus padres, a sus maestros y la vigilante presencia de su amigo y guardián.

Siguió recorriendo los pensamientos y justo cuando estaba a punto de alcanzar a los Gemelos algo llamó su atención. Fue atraída, su mente, hacia una idea a penas perceptible. Siguío el camino y recorrió el tiempo. Alcanzó a notar el momento en la línea del tiempo en que se encontraba esa mente. Para su sorpresa, se trataba de un joven, si acaso de misma edad.

Los cabellos claros, tan claros como el trigo maduro, era como ver el reflejo del sol sobre las olas. No sintió ningún peligro. Supo que algo lo unía a esa persona, algo que no podía describir, como si sus destinos estuvieran tejidos, ya no sólo con el mismo tramado, sino con el mismo hilo delicado, fuerte y sutil.

Trató de fijar el rostro en su mente a pesar de que su atención se apartaba para mirar aquellos cabellos del color de la paja. Sintió que perdía el control. Fue absorbido por unos instantes dentro del pensamiento de otro ser. Entró en él y supo cómo era su visión del mundo. Dividida, quebrada.

Estaban en una casa descuidada, con otras dos personas. Los alcanzaba a ver divididos, un lado normal y el otro amorfo, sin límites definidos, como sacos de carne sin huesos para sustentarlos. Estaban en el momento del desayuno, estaban por tomar sendas tazas de café. En ese momento, con el líquido cayendo a pique dentro de la taza, el vapor elevándose y haciendo par con los lados amorfos de los presentes, supo que nada, absolutamente nada a partir de eso momento, a partir de que el líquido dejara de caer, a partir de que la última gota hiciera que la superficie ondulara por última vez, a partir de ese justo momento en que tuviera que decidir si ponerle o no azúcar a la bebida. En ese instante último en que el olor dejara de ser algo nuevo para convertirse en un olor más dentro de la cocina y se disipara entre los demás aromas de la mañana. Entonces, y no después de que los labios tocaran el borde caliente de la taza, no después de que la lengua degustara lo amargo del café, no después de que el líquido llegara a la garganta y el sabor fuera simples señales enviadas al cerebro, no después, sino entonces, en el momento justo entre ese antes y después; supo que no podría volver a ser el mismo. Supo que algo había entrado en él y había congelado una parte de sí, supo que la infancia se le había quedado atrás y que entraba al mundo de los que tienen que defender una causa, que tienen que defender en lo que creen y que también, sí, tienen que defender a los que no creen y defender lo que no se puede creer.

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